(Cementerio Greyfriars - Edimburgo)
Entre 1829 y 1830, aparecen figuras espectrales en un cementerio. Cubiertos con una capa negra se van abriendo camino entre las tumbas buscando algo. Llevan una pala al hombro, y en la mano una linterna con la que intentan disipar la oscuridad de la noche y la niebla. Son los ladrones de cadáveres. Rebuscan por el camposanto hasta que encuentran una tumba recién excavada. Necesitan cadáveres en buenas condiciones para poderlos vender a los médicos y a los estudiantes que trabajan en las salas de anatomía. El cuerpo desenterrado es depositado en una carretilla y esa misma noche termina en el laboratorio de un científico que, a la hora de realizar sus investigaciones, no se anda con remilgos. No objeta nada, ni siquiera cuando les llevan cadáveres de asesinados.
Robar muertos en un cementerio se ha convertido en una empresa muy difícil y peligrosa: la competencia aumenta día a día y es despiadada. Así nace la idea de incrementar el comercio de cadáveres “fabricándolos”.
Vagabundos, mendigos, viejas prostitutas, ancianos solos en el mundo que pasan todo el tiempo hurgando entre las basuras: éstas son las víctimas más indicadas. Fáciles de atraer (puede bastar con un trozo de pan o la promesa de un vaso de ginebra), fáciles de matar: como están débiles por su edad y su penuria no pueden ofrecer una gran resistencia.
De esta forma, el Sindicato del Crimen de Edimburgo, actuando entre 1820 y 1830, hace desaparecer decenas de personas. Los desventurados son arrastrados a una taberna, emborrachados y después muertos. Los métodos preferidos son dos: sofocación o aplastamiento de carótida.
Se hace así para dar lo mejor posible una idea de muerte natural y para evitar excesivos rastros de violencia: los clientes de las salas de anatomía exigen cuerpos en buenas condiciones. El mercado rinde buenos dividendos; hasta diez libras esterlinas por cabeza. Y naturalmente los negocios prosperan.
Ya no hay nadie que esté seguro en las calles de Edimburgo.
El sindicato del crimen
Desde finales de 1700, cuando se intensifican los estudios de anatomía, los médicos de todo el Reino Unido tienen una notable necesidad de cuerpos humanos para sus investigaciones, sin embargo, la ley prohíbe el comercio con los cadáveres, limitándose a permitir que se entregue a los médicos los cadáveres de los condenados a muerte. Es cierto que en aquella época las horcas trabajaban casi todos los días, con el máximo desprecio de la vida humana, y también es cierto que los pobres, que ni siquiera tienen dinero para el funeral de sus allegados, ceden de buena gana la “materia prima” a los médicos, pero de todas formas, los cadáveres de procedencia legal son insuficientes para cubrir las necesidades de los centenares de patólogos y estudiantes que operan en las universidades y en los hospitales.
Surge así un comercio clandestino que ha pasado a la historia de las crónicas judiciales inglesas con el nombre de “Resurreccionismo”. Se ocupan en él sepultureros y trabajadores de las cámaras mortuorias que, desafiando a la ley, desentierran los cadáveres y los venden a los médicos.
Sin embargo, Jhon William Burke y William Hare, no limitaban su actividad a desenterrar muertos, sino que llegaban a fabricarlos.
Jhon Willian Burke
Nunca se sabrá cuantas fueron sus víctimas, ya que siempre se trataba de desheredados de los que nadie se ocupaba, aunque los de los datos obtenidos se deduce que pudieron ser más de treinta.
Jhon William Burke era un tipo pendenciero y violento, con mirada torva, y color violáceo, típico de los alcoholizados. Había nacido en Tyrone, uno de los condados más pobres de Irlanda, en 1792. Hijo de una familia de campesinos miserables, abandonó muy pronto el trabajo en los campos para trabajar primero como zapatero, y después como obrero y panadero.
No satisfecho con sus escasas ganancias, se alista en las compañías mercenarias que combaten a favor de quién mejor les pague. De este modo, Jhon William Burke milita, primeramente en las filas del ejército colonial inglés, y posteriormente en el del pontífice. A su regreso a la patria n ha ahorrado ni un céntimo, pero en compensación se ha endurecido, adquiriendo el máximo desprecio por la vida humana.
Abandonado el uniforme, en 1817 se traslada a Escocia, donde conoce a una prostituta, Helen Macc Dougal, con la que crea una sociedad para sacarle los cuartos a los ingenuos. Pero las ganancias no deben de ser muchas puesto que en 1822 ambos piden asilo en el hopicio de pobres de Edimburgo. En los meses siguientes, aunque continúa realizando algún que otro hurto, vuelve, por última vez en su vida a un oficio honesto: el de zapatero remendón.
En 1816 y en Edimburgo, Jhon Burke conoce a un compatriota nacido en un pueblo cercano al suyo, William Hare.
William Hare
William Hare había sido descargador de puerto, peón de albañil, ladrón y estafador, consiguió establecerse y casarse con una viuda, Liz Legg, dueña de una pensión de mala fama, con taberna.
Fue precisamente en esta taberna, con ocasión de una memorable borrachera, donde se conocieron. Desde aquél día se convierten en amigos inseparable, e incluso Burke y Helen Mac Dougal se trasladan a la pensión de la mujer de Hare. Pero son muy pocas las noches que ambos pasan con sus compañeras: salen solos para emborracharse y regresar a casa al amanecer. Sosteniéndose uno al otro y tambaleándose como espectros bajo la pesada niebla que se abate sobre las noches de Edimburgo.
El dinero para el alcohol se lo procuran atacando a los que pasan.
En estas circunstancias se produce el incidente que les pondrá sobre el “buen camino”: una noche, un viejo soldado retirado, huésped de la pensión, muere en su cama de muerte natural. Hare y su mujer se enfurecen: el desgraciado a osado dejar este mundo sin pagar antes la cuenta y en sus miserables pertenencias no hay ni un chelín. Pero Helen ha oído hablar de los “resurreccionistas” y lanza la idea de vender el cadáver a algún médico, pues seguro que el harapiento soldado vale más vivo que muerto.
Así, montan un entierro falso llenando de piedras el féretro del soldado y llevándolo al cementerio, ofreciendo después el cuerpo al viejo doctor Know, eminente profesor de anatomía de la universidad de Edimburgo. Para que el médico no albergue sospechas acerca de la procedencia del cadáver, ambos le cuentan que se trata de un pariente suyo que había expresado su deseo de ceder su propio cuerpo a la ciencia. Evidentemente el profesor no se cree la historia, pero compra el cadáver, pagando por él siete libras esterlinas y ocho chelines. Knox conoce muy bien la existencia y actividad de los “resurreccionistas”, pero como todos los médicos de su época no tiene escrúpulos, ni los tendrá tampoco después, cuando el origen de los cadáveres que les ofrezcan no ofrezca ya la menor duda.
Una competencia despiadada
El profesor Know
Con el dinero del profesor Know, se dedican, junto con sus mujeres a la buena vida, y en poco tiempo se encuentran de nuevo sin blanca. Pero ya han descubierto el sistema para ganar dinero empezando a desenterrar los cadáveres de los cementerios para vendérselos a los médicos. Pero la competencia es feroz, sobre todo por parte de los “resurreccionistas”.
Una noche Burke y Hare se enteran de que un vecino ha muerto de un síncope y deciden desenterrar su cadáver. El cuerpo del hombre ha sido llevado al cementerio sobre una carretilla y sepultado, bajo un palmo de tierra, en una fosa sin lápida.
Los dos compadres, arrebujados en sus grandes capas negras, esperan que sea noche cerrada para, con pico y pala, introducirse en el cementerio saltando la verja. Localizada la tumba, se ponen a excavar entre trago y trago de ginebra. En poco tiempo la caja queda desenterrada. Hare se introduce en la fosa y levanta con el pico la tapa del féretro iluminando el interior con una linterna de luz: La caja está vacía, alguien se les ha adelantado.
En ese mismo instante, cinco hombres surgen de la oscuridad, provistos de picos y palas, y se acercan amenazadores hacia ellos. De manera intimidatoria les hacen saber que son ellos los enterradores del cementerio, y que por tanto solamente ellos tienen el derecho de desenterrar los cadáveres. Les advierten además que llevan tiempo sobre su pista pues están al tanto de sus andanzas, y que les darían su merecido si los volvían a ver por el cementerio.
Ante esta advertencia no pueden hacer otra cosa que batirse en retirada y surge entre ellos la gran idea: fabricar los cadáveres.