Pilar Prades Santamaría nació en el Bejís, municipio de Castellón de la Plana, en 1928. Hija de un matrimonio humilde, que había tenido cuatro hijos y una hija, la oveja negra fue Pilar. Como tantas otras jóvenes de la época, a los 12 años se traslada a Valencia para servir. Analfabeta y con carácter introvertido, cambia varias veces de casa hasta que en 1954 se empleó en la de la familia Villanova-Pascual, dueños de una chacinería. Al poco tiempo de entrar a trabajar, demostró un cariño exagerado por la señora.
Doña Adela Pascual tomaba con frecuencia agua de Vichy e infusiones de boldo, debido a ciertas molestias de hígado que tenía. Esto le vino de perlas a Pilar, que ponía mucho interés en que la señora tuviera siempre a mano una tisana. A pesar de tan “excelentes cuidados”, doña Adela iba empeorando por días, pero no tanto como para presagiar su fallecimiento.
Murió en mayo de 1955 después de una terrible agonía. Los médicos diagnosticaron “colapso de pancreatitis hemorrágica”.
A los pocos días Pilar fue despedida por el viudo.
Pero se ve que en aquellos años no era difícil encontrar empleo como sirvienta, ya que se fue derecha a un mercado y allí la recomendaron para el que sería su segundo empleo como sirvienta. De esa forma entra a trabajar en casa de la familia Alpere-Greus. Desde el primer momento se gana la confianza de los señores, que la tienen por trabajadora, atenta y cariñosa. Los jueves, día de salida, los emplea en ir a bailar o en visitar a la tía de un antiguo novio con el que se iba a casar, pero que no lo hizo porque él tenía cuatro años menos que ella y, en el último momento, prefirió a otra más joven.
Cuando en el baile lograba a algún muchacho, le contaba una historia triste sobre sus ancianos padres, a los que no podía ir a verlos al pueblo, a pesar de estar enfermos, por no disponer del dinero para el billete de autocar. Más de uno “picó” y dio lo poco que tenía, dinero que ella guardaba hasta conseguir comprar alguna sábana o mantelería para el ajuar. Siempre soñó con casarse.
No había pasado mucho tiempo en su nuevo empleo cuando a la señora le salieron unas manchas extrañas en los brazos. Cosa lógica si se tiene en cuenta que otro de los síntomas del envenenamiento por arsénico consiste en una pigmentación negruzca en la piel, en zonas descubiertas y en zonas de roce.
La señora se hizo reconocer por un médico de su familia y le diagnosticaron alergia.
Pilar se despide de esta familia y entra a trabajar en casa de don Manuel Berenguer, prestigioso médico militar.
Hay que reconocer que Pilar le echaba cada vez más valor, se lanzaba sin paracaídas. Tenía tanta confianza en sí misma que no le importaba meterse en la boca del lobo. No le asustaba la idea de que un médico se diera cuenta de sus aficiones.
Entró en esa casa recomendada por una amiga que prestaba allí sus servicios, Aurelia Sanz, y había conocido a Pilar en las salidas de los jueves, que ambas aprovechaban para pasear.
Las dos amigas trabajan juntas y se llevan bien, hasta que ambas se fijaron en el mismo joven, que prefirió a Aurelia. Los celos, por parte de Pilar, hacen su aparición; pero no unos celos normales sino provenientes de otra pasión: la envidia.
Aurelio cayó enferma, aparentemente de la gripe, pero la enfermedad se complicó con vómitos, diarreas, hinchazón de extremidades unidos a dolores quemantes en las manos y pies. Se le diagnosticó “polineuritis progresiva de origen desconocido”. La internaron en un hospital y eso le salvó la vida, aunque quedó paralítica con atrofia de pies y manos.
Al poco tiempo cayó enferma doña Carmen Cid, esposa del doctor Berenguer. También al principio pareció gripe, complicada con vómitos, dificultad para ingerir los alimentos y sed intenta que permitía a Pilar darle líquidos a los que añadía el veneno.
Poco a poco los síntomas se complicaron hasta igualar a los de Aurelia. Mientras tanto, Pilar estaba pendiente de ella, mostrándose cada vez más solícita y empleando siempre el mismo veneno: el matahormigas Diluvio, cuyo envase presentaba una calavera con dos tibias cruzadas y, debajo, la palabra veneno, bien visible. Como es lógico, ese frasquito lo tenía a buen recaudo.
El doctor Berenguer empezó a sospechar y decidió hacer la prueba del propatiol para detectar tóxicos. El resultado fue definitivo: arsénico.
El veneno lo ponía pilar todos los días en el desayuno, ya que era el único momento en que la señora comía sola, sin el resto de la familia.
Al ver confirmadas sus sospechas, el médico como primera medida despidió a Pilar, para luego ponerse en contacto con el chacinero Villanova. Después de intercambiar impresiones con él, presentó la denuncia en la comisaría de Policía.
Pilar fue detenida y confesó usar matarratas y matahormigas para envenenar a sus víctimas. Declaró que en el caso de Adela Pascual, lo que pretendía era hacerse dueña de la casa.
Exhumaron a doña Adela, la mujer del chacinero, y analizando sus vísceras se evidenció la presencia de arsénico; el hígado y los riñones presentaban cambios degenerativos.
Pilar Prades fue condenada a la pena de muerte por el primer delito, y a veinte años por cada uno de los otros dos. Recurrió a la sentencia, pero el Tribunal Supremo rechazó el recurso.
Aislada en la celda de condena a muerte, pensó siempre en el indulto. Durante su internamiento estuvo siempre bien atendida por el personal de la prisión. Salía a pasear por la mañana y por la tarde, acompañada de una celadora. Incluso, los días buenos y soleados, comía al aire libre.
Existen fotografías de la época muestran a una Pilar aparentemente relajada y feliz en compañía de funcionarias con las que, al parecer, se llevaba muy bien.
Pilar, de apariencia frágil, con su poco más de metro y medio de estatura y una cara de rasgos suaves, miraba a la cámara como si aquello no fuera con ella.
La víspera de la ejecución, y con la tranquilidad que le daba el creer firmemente en el indulto, hacía ganchillo. Junto a ella, una amiga, antigua reclusa y en esa fecha en libertad, quiso acompañarla en esos duros momentos.
El verdugo, Antonio López Guerra, llegó esa noche pasada las diez. Cenó y se dispuso a esperar si se procedía o no a la ejecución. A las seis de la mañana seguía la espera.
Todos estaban ya reunidos: el presidente de la Audiencia, el abogado, fiscal, administrador. A este último, dado su nerviosismo, se lo tuvieron que llevar. El indulto no llegaba y comenzaron a perder los nervios; se fueron marchando todos entre sollozos, de modo que cuando se ordenó la ejecución únicamente estaban en el patio de la prisión la Guardia Civil, el sacerdote, y los indispensables Pilar Prades y el ejecutor de sentencias.
En el último momento, al ver el patíbulo preparado para la ejecución, Pilar perdió la serenidad y pedía compasión y clemencia.
Pilar Prades fue la última mujer condenada a garrote vil. La sentencia se cumplió el 19 de mayo de 1959.
Para estudiar un crimen hay que estudiar al criminal. Por la forma de actuarse desprendía que Pilar poseía un egocentrismo afectivo dominado por la envidia y los celos. Quiso acaparar para sí la atención y el cariño de los demás. Envenenó a Adela Pascual para hacerse dueña y señora de la casa y del negocio. Por eso nada más volver del entierro se puso al frente de la chacinería.
Una de las características del egocéntrico es la ambición marcada y el deseo desmesurado de trepar.
Intentó matar a Aurelia por la envidia y los celos porque no pudo soportar que el joven prefiriera a la otra.
Una de las características del que delinque por culpa de los celos es la actitud tranquila, su acto le parece lógico y ético. En Pilar no dejó huella alguna de remordimiento, al pensar que se había ganado con creces esa satisfacción.
También se destaca en ella una labilidad impulsiva y a la vez fluctuante, que le impide pensar en las consecuencias de sus actos; tiende a contemplar la pena o el castigo como algo lejano e improbable. Por eso cuando algo fallaba no se paraba, sino que elaboraba otro plan que ejecutaba rápidamente. Todo ello la hizo inintimidable.
Su agresividad era continuada, constante, fría, lúcida, metódica y, como se pudo comprobar, peligrosísima.
No se conmovía por el sufrimiento ajeno, a pesar de ver y comprobar los síntomas terribles que producía el arsénico. Le era indiferente ver sufrir a las víctimas y a sus familiares.
Este suceso lo tituló la prensa como “La envenenadora de Valencia”, levantando las protestas de algunos valencianos que aclaraban que era de un pueblo de Castellón de la Plana. Nadie la quería como paisana.
Fuente de datos:
*”Envenenadoras” – Marisol Donis – La esfera de los libros
*Hemeroteca ABC