Miembros del Jurado
El Juicio
El juicio comienza en New Bedford el
5 de junio de 1893. La acusación corre a cargo del fiscal del distrito, Hosea
Knowlton, el mismo que dirigió las investigaciones, mientras que la defensa
está encomendada a George C. Robinson, rey de la abogacía local y ex gobernador
de Massachussetts. En la presidencia del Tribunal toman asiento el presidente
Albert Mason y los jueces auxiliares. A la derecha se encuentran los doce
jurados, y en el fondo de la sala, detrás del público, se aglomeran unos cuarenta periodistas.
Al abrirse la vista, el abogado
Robinson logra un primer éxito al conseguir que se declare nulo el testimonio
obtenido en el proceso de instrucción: Lizzie no había sido informada de que
sus palabras podían ser utilizadas en su contra. El segundo golpe magistral de
la defensa consiste en anular la declaración del farmacéutico, que se negó a
vender el ácido prúsico a Lizzie: la joven no está acusada de envenenamiento y,
sea como fuere, no se produjo la venta.
La acusación contraataca demostrando
que en la mañana del delito Lizzie llevaba un vestido de seda con rayas blancas
y azules, mientras que la vecina señora Churchill recuerda un vestido de
algodón con rombos, que a pesar de ello, no se ha encontrado. También va en
contra de la acusada el testimonio de mis Russell, que declara haber
sorprendido a su amiga, en la mañana del domingo, quemando en una estufa un
vestido “manchado de barniz”. ¿Se trataba quizás del vestido estampado con
rombos empapado de sangre? El episodio resulta, sin duda, sospechoso, pero no
basta para proporcionar una prueba indiscutible de la culpabilidad de Lizzie,
menos aún si consideramos que la defensa
lleva las de ganar en todos los demás detalles de lo ocurrido: el cuerpo de
Abby no estaba “a la vista” como pretendía la policía y, por consiguiente, era
muy posible que Lizzie hubiera subido al piso superior sin verlo; en cuanto al
arma del delito, en la bodega se había encontrado un hacha con el mango
partido, cuyo corte encajaría perfectamente en las heridas, pero los encargados
de la investigación se embrollan tanto en sus declaraciones, qie el abogado
Robinson no tiene que esforzarse mucho para anularlas. Por otra parte no existe
móvil alguno, y a la acusación no se ocurre nada mejor que suponer un odio
genérico de Lizzie hacia su madrastra; el padre había sido asesinado
posteriormente para evitar que se enfrentara a una tragedia de tal magnitud o
para evitar que hablara.
Lo cierto es que en el juicio contra
Borden, la acusación –más que contra la escasez de pruebas – se ve obligada a
combatir una desesperada batalla contra el espíritu de toda una época: una
mezcla de antiguos y nuevos prejuicios que crea en torno a la acusada una
insalvable red defensiva. Pero ¿cuáles son, en concreto, estos prejuicios?
En primer lugar, la repugnancia
“ideológica”, totalmente burguesa, a imaginarse a una “chica bien”, una lady,
cometiendo un parricidio.
En segundo lugar el sexo de la
acusada. Lizzie aparece, desde el comienzo como una desgraciada joven, una
desventurada huérfana. Es la imagen de la mujer “ángel del hogar”, e hija
cariñosa, que es más fuerte en el subconsciente colectivo, que cualquier
indicio, prueba o sospecha.
En tercer lugar, la vida virtuosa de
Lizzie, parroquiana practicante, pilar de las sociedades filantrópicas, y dedicada a las buenas obras.
No puede extrañarnos, por
consiguiente, que el jurado – el 20 de junio de 1893 – emita un veredicto
unánime de absolución total.
Lizzie Borden merecerá, una vez más
aunque brevemente, la atención de los periódicos: en 1897, debido a un extraño
y nunca explicado, episodio de hurto en una joyería de la ciudad.
Lizzie muere el 1 de junio de 1927 y
recibe sepultura, de acuerdo con sus deseos, junto a la tumba de sus padres.
Vuelve a abrirse el caso
Medio siglo más tarde es formulada
una nueva hipótesis sobre el caso: su autor es el famoso escritor de novelas
negras Patrick Quentin. Según éste, el asesino habría sido el propio Andrew
Borden, eliminado posteriormente por su hija Lizzie. Veamos el escenario.
El viejo Andrew tiene suficientes
motivos para odiar a su segunda esposa por su mezquindad, desaliño y avidez.
Decide en consecuencia asesinarla.
Lo intenta primero con el veneno, el
martes, pero no logra los resultados apetecidos. El jueves, Andrew Borden
decide recurrir a un sistema más enérgico. Espera a que su cuñado se vaya y se
dirige al granero a por un hacha y lleva consigo el arma a la casa, escondida
en un cesto de peras.
Poco después se produce el momento
ideal mientras Lizzie se encuentra en el cuarto de baño del semisótano y
Brigdet en el jardín donde no puede oír nada. A las 9:30 todo ha terminado.
Andrew se cambia de ropa y sale a la calle.
Pero Lizzie sospecha desde hace
tiempo las intenciones homicidas que aletean a su alrededor, e incluso ha
intentado indagar sobre el intento de envenenamiento, haciendo una visita a una
farmacia para asegurarse sobre la forma en que su padre habría podido obtener
el ácido prúsico. En la mañana del jueves, puesta en guardia por la precipitada
salida del padre, se dedica a registrar la casa y encuentra el cadáver de Abby,
justo en el momento en el que el padre regresa a casa. Respecto a lo ocurrido a
continuación, ni siquiera Quentin tiene las ideas muy claras. Quizá Lizzie mata
a su padre a sangre fría, o con el hacha que ha encontrado al lado del cadáver
de su madrastra, para evitarle la vergüenza de un juicio, quizás se produce un
trágico incidente durante la discusión.
Vente años más tarde surge una
hipótesis totalmente distinta, formulada por el criminólogo Edward Radin. La
culpable sería la sirvienta Bridget Sullivan.
Maggie – según el razonamiento de
Radin – es, junto con Lizzie la única persona de la casa que ha tenido la
oportunidad de llevar a cabo materialmente ambos delitos. El punto más débil de
esta tesis es que Radin no logra imaginar un móvil concreto, a excepción de un
resentimiento generalizado de la sirvienta hacia sus amos.
Más recientemente se hizo otro
intento de aclarar también este punto: lo llevó a cabo Lilian de la Torre, otra
novelista de fama.
Su hipótesis afirma que el nudo de la
tragedia debe buscarse en el robo cometido en casa de los Borden el año
anterior al crimen. Según Lilian de la Torre, era Bridget la que había forzado
el escritorio. Borden la descubrió, pero no la denunció para mantenerla a su
merced, obligándola a trabajar poco menos que por un trozo de pan, a cambio de
guardar silencio sobre el “vergonzoso episodio”. Asó que, tras un año de
fatigas, privaciones y humillaciones, toda la rabia reprimida de Maggie explotó
repentinamente desembocando en un doble raptus homicida.
Un móvil para Lizzie
Hasta 1967 no se produjo una
auténtica revisión del caso en el libro “A prívate Disgrace. Lizzie Borden in
Daylighy (es decir, “Una desgracia familiar. Lizzie borden a la luz del sol”),
de Victoria Lincoln.
El primer descubrimiento que hizo
Victoria Lincoln es que Lizzie padecía una lesión en el lóbulo temporal que le
provocaba crisis epilépticas de tal entidad que la hacían actuar en semitrance,
especialmente durante los periodos menstruales; y la fecha fatídica del 4 de
agosto de 1892 coincidió precisamente con la fase final de un ciclo menstrual
especialmente duro.
Pero la reconstrucción no se limita a
trazar un cuadro clínico que posibilitaría un raptus de locura homicida. De las
investigaciones de Victoria Lincoln surge por fin un móvil correcto.
La tesis afirma que las raíces de la
tragedia deben buscarse en la llegada del tío John. Morse tenía la intención de
establecerse en la granja de Swansea y el viejo Andrew había pensado aprovechar
aquella ocasión para ceder dicha propiedad a su esposa. El traspaso debía efectuarse
precisamente en la mañana del 4 de agosto, en el banco, sin que Lizzie lo
supiera.
Pero Lizzie comprende de inmediato el
significado de la llegada del tío.
Lizzie con su abogado en el juicio
El primer impulso de locura homicida estalla a la mañana siguiente, cuando se recibe una nota – enviada por el tío John que reclama a Abby con el pretexto de visitar a un enfermo. Lizzie, al comprender el manejo, pierde el control invadida por la rabia y se encarna con su madrastra. El tío John, tras esperar inútilmente en el banco, vuelve hacia la casa en el momento exacto que tiene lugar la tragedia: desde la calle oye los gritos, y aterrorizado, se precipita a visitar a sus sobrinos para evitar verse envuelto el delito.
El primer impulso de locura homicida estalla a la mañana siguiente, cuando se recibe una nota – enviada por el tío John que reclama a Abby con el pretexto de visitar a un enfermo. Lizzie, al comprender el manejo, pierde el control invadida por la rabia y se encarna con su madrastra. El tío John, tras esperar inútilmente en el banco, vuelve hacia la casa en el momento exacto que tiene lugar la tragedia: desde la calle oye los gritos, y aterrorizado, se precipita a visitar a sus sobrinos para evitar verse envuelto el delito.
Mientras tanto, en casa de los
Borden, Lizzie recompone su aspecto y recibe al padre – que también regresa
para ver qué ha sucedido – con la noticia de que su madrastra ha salido para
visitar a un enfermo. Tranquilizado el viejo Borden (que imagina que la mujer y
el cuñado ya están juntos en el banco) decide descansar un momento antes de
volver al banco para dar fin a la operación. Pero le esperan diez hachazos
mortales. La reconstrucción de Victoria Lincoln es indudable que hace encajar a
muchas piezas del rompecabezas y proporciona cierta lógica a la trama. Salvo en
dos puntos.
El primero sigue haciendo referencia
al móvil para el asesinato del padre, que sigue resultando gratuito; el segundo
consiste en especial de la ropa con manchas de sangre.
A menos que – incluso sin contradecir
la hipótesis del vestido quemado en la estufa – todo ello no pueda explicarse
de una forma mucho más sencilla, tal y como lo ha intentado la “bordenólaga”
Ann Jones, en base a dos descubrimientos: El primero, basado en algunos
informes médicos que permanecieron ignorados, nos dice que los dos delitos no
provocaron en realidad el “mar de sangre” que supuso la fantasía popular. El
segundo, igualmente refrenado por algunos elementos que permanecieron ocultos
en el desarrollo del juicio, afirma que los vestidos que Lizzie llevaba aquella
mañana no estaban tan inmaculados como siempre se ha escrito. Pero se trataba
de sangre que fue definida como menstrual, y, que por consiguiente, vergonzosa,
y sobre la que ningún caballero se hubiera atrevido a insistir.
De esta forma, las prendas
ensangrentadas terminaron en cierto barreño del lavadero, lleno de prendas
sucias y del que – como puede leerse en las actas del proceso – “ambas partes
han decidido de común acuerdo, no hablar en el transcurso de las vistas”.
Por consiguiente, ¿fue realmente
Lizzie Borden culpable?
Fuentes de Datos:
“Lizzie Borden cogió un hacha” – “Los
Grandes Enigmas de la Historia” – Editorial Planeta