El día 1 de Noviembre de 1878, hallábase éste en un molino en las cercanías de Vitoria en ocasión de que estaba sola la molinera, ocupada en sus labores de cocina; entró en esta habitación, como solía hacer algunas veces, y después de hablar algunas palabras indiferentes se lanzó sobre aquélla, echándole las manos al cuello para estrangularla. Se enzarzó una desesperada lucha entre ellos, cayendo ambos al suelo, pero con tal fortuna para la molinera, que al dar con una grada que había cerca de la puerta, y al rodar sobre ella, quedó Garayo debajo, soltándola entonces, levantándose del suelo y huyendo ante los gritos de la mujer, a pesar de estar en aquel momento completamente excitado y dispuesto a repetir sus horribles crímenes.
La molinera dio parte a las autoridades, Garayo fue apresado y se le formó el consiguiente proceso. Una vez en la cárcel, el incógnito Sacamantecas tuvo la habilidad suficiente para no dejar entrever en sus declaraciones, en sus palabras ni en sus relaciones, nada que pudiera descubrir que él fue el autor de los otros espantosos delitos, que, en vano, perseguía justicia.
Durante su internamiento en la prisión se mostró grave, reservado, indiferente, sin temor alguno que le privase del apetito ni del sueño. Sufrió la condena de dos meses de prisión que le fue impuesta y salió de ella tan sereno e inofensivo, al parecer dispuesto a trabajar en sus habituales ocupaciones y a continuar su vida oscura y ordinaria.
Los últimos asesinatos
Durante su internamiento en la prisión se mostró grave, reservado, indiferente, sin temor alguno que le privase del apetito ni del sueño. Sufrió la condena de dos meses de prisión que le fue impuesta y salió de ella tan sereno e inofensivo, al parecer dispuesto a trabajar en sus habituales ocupaciones y a continuar su vida oscura y ordinaria.
Los últimos asesinatos
Pasaron cuatro cinco o meses, hasta que el 25 de Agosto de 1879, vagando por las inmediaciones de la ciudad, como a menudo solía hacer, se adelantó por la carretera de Castilla, hasta llegar al término medio del trayecto de los pueblos de Gomecha a Ariñez. Allí encontró a una mendiga anciana a la cual se aproximó, entablando con ella una conversación casual.
Cuando así caminaban entretenidos, Garayo le ofreció una limosna, y mientras la sacaba del bolsillo, se cercioró de que no había nadie por los alrededores. La cogió con fuerza de los brazos y trató de sacarla fuera de la carretera. En la lucha ocasionada con este motivo, cayó la anciana al suelo, dándose en la cabeza un fuerte golpe contra una piedra que le produjo una herida con abundante derrame de sangre. Al lanzarse entonces Garayo sobre ella, le dio la mendiga un terrible puntapié en el bajo vientre, que le hizo caer para atrás, casi sin sentido, aprovechando la mujer para salir huyendo y gritando hacia Vitoria, y él se fue a su casa a disponer los medios necesarios para que la agredida no divulgase el hecho ni se lo persiguiera. Forjó ante su mujer una relación del hecho diciendo que había herido sin querer a la anciana, cuyo nombre y domicilio indicó y le encargó que fuera a verla y la convenciera de no dar paso alguno contra él. Intentó la anciana un juicio de faltas pero tan buena maña se dio Garayo para no verse otra vez ante los tribunales, tan bien supo en esta ocasión como en otras, preparar las circunstancias para quedar ignorado su delito, que la anciana al fin convino en recibir veinte pesetas de indemnización amistosa y se calló.
Mientras estos arreglos se ultimaban y por si acaso la noticia, por algún descuido se divulgaba, marchó Garayo a Vizcaya a buscar trabajo en las minas de Somorrostro. Cuando la mendiga convino definitivamente en conformarse, y cuando, según él, todo peligro de denuncia había desaparecido, tomó de nuevo el camino de Vitoria por la carretera de Amurrio, Altuve y Murguía.
El día 7 de Septiembre almorzó en esta villa, tomando un par de huevos y un cuartillo de vino, y emprendió su camino hacia Vitoria a las once y media de la mañana.
Al poco tiempo distinguió en la carretera a una mujer que caminaba delante de él y en la misma dirección. Aceleró el paso, la alcanzó, la saludó y le preguntó de donde era, si era casada y si había estado en Vitoria alguna vez. La interpelada era una joven de veinticinco años, alta, agraciada y robusta, llamada D.C., natural del pueblo de Záitegui. Contestó ella que era soltera y que había estado algún tiempo sirviendo en la ciudad. Siguieron ambos hablando algún tiempo y al llegar a un lugar solitario del camino, en la cuesta de Záitegui, Garayo se detuvo un momento, dejó avanzar a D., la cogió por ambos brazos sujetándola fuertemente, la abrazó y arrastró por una senda inmediata hasta un lugar retirado, y atándola al cuello un pañuelo que la joven llevaba, la oprimió con violencia después de derribarla, mientras le exponía con ansia sus infames deseos, ofreciéndole dinero, prometiéndole absoluta reserva y amenazándola furiosamente después. La joven se resistía haciendo desesperados esfuerzos por desasirse de él, y es entonces cuando Garayo saca una navaja y le infringe graves heridas en el pecho, tratando de violarla en su agonía. Una vez la hubo violado, la remató causándole nuevas heridas en el vientre.
Al poco tiempo distinguió en la carretera a una mujer que caminaba delante de él y en la misma dirección. Aceleró el paso, la alcanzó, la saludó y le preguntó de donde era, si era casada y si había estado en Vitoria alguna vez. La interpelada era una joven de veinticinco años, alta, agraciada y robusta, llamada D.C., natural del pueblo de Záitegui. Contestó ella que era soltera y que había estado algún tiempo sirviendo en la ciudad. Siguieron ambos hablando algún tiempo y al llegar a un lugar solitario del camino, en la cuesta de Záitegui, Garayo se detuvo un momento, dejó avanzar a D., la cogió por ambos brazos sujetándola fuertemente, la abrazó y arrastró por una senda inmediata hasta un lugar retirado, y atándola al cuello un pañuelo que la joven llevaba, la oprimió con violencia después de derribarla, mientras le exponía con ansia sus infames deseos, ofreciéndole dinero, prometiéndole absoluta reserva y amenazándola furiosamente después. La joven se resistía haciendo desesperados esfuerzos por desasirse de él, y es entonces cuando Garayo saca una navaja y le infringe graves heridas en el pecho, tratando de violarla en su agonía. Una vez la hubo violado, la remató causándole nuevas heridas en el vientre.
Después Garayo cogió la cesta en que D. llevaba un poco de aguardiente, arroz y almidón para su casa y la ocultó en unos espinos. La joven y su asesino no habían encontrado en el camino, mientras anduvieron juntos, más que a un muchacho peatón, conductor interino de la correspondencia, que solo se fijó en ellos de paso.
Cometido el crimen tomó la dirección del monte inmediato, anduvo por él algún tiempo y se sentó en unas matas a fumar un cigarro; en esta situación le halló un vecino de una de aquellas aldeas, que iba por el monte buscando una vaca, quien se sentó a su lado, conversando ambos un buen rato. Siguió después Garayo por el monte, volviendo a la carretera de Vitoria cerca de la venta del Grillo, en la cual, a las cuatro de la tarde bebió un vaso de vino, cruzando algunas palabras con un aldeano que allí se encontraban, y descansando bastante tiempo. Adelantó por último, ya cerca del anochecer hasta los puentes de Arriaga inmediatos al río Zadorra, y debajo de uno de ellos se refugió y pasó la noche.
Durmió tranquilamente en aquel solitario y escondido lugar, y en las primeras horas del día ocho adelantó hasta el pueblo de Arriaga, tomando en su taberna un poco de pan y de aguardiente. Era lo natural que siguiese después el camino comprendido, y que entrara en la ciudad, pero el horror de su nuevo crimen debía traerle trastornado entre el temor y la ansiedad, y súbitamente cambió de rumbo, volvió hacia el puente de Arriaga y separándose de la carretera subió por la asperezas del alto de Araca. Se desconoce lo que pudiera hacer en el alto durante toda la mañana, aunque es muy probable que entre el miedo a ser apresado y sus deseos carnales, buscara una nueva víctima.
La ocasión se le presentó cuando una pobre anciana llegó a tomar aquella dirección, siguiendo el solitario sendero que desde la carretera de Murguía atravesaba el monte pasando por los caseríos de Araca con dirección a varias aldeas, y entre ellas la de Nafarrete. La mujer, llamada M.A, era una labradora vecina de este pueblo, de 52 años de edad, que había venido seis días antes a Vitoria a pasar las ferias, y que volvía a su casa con una cesta sobre la cabeza, y en la que llevaba varios efectos, entre ellos un panecillo francés y atún en escabeche. Garayo salió a su encuentro como si lo hiciera por casualidad, la saludó, y caminó a su lado algunos pasos.
Empezó a llover entonces y ambos se refugiaron y sentaron debajo de un árbol del camino. Preguntó M. a Garayo la causa de encontrarse en aquel sitio y éste respondió que buscaba una yegua que se le había escapado, añadiendo M. que ella no la había visto en su camino desde la carretera. Garayo se decidió a manifestarle sus lúbricos deseos y ella ofendida se negó y se levantó dispuesta a separarse de aquel hombre. Entonces Garayo abalanzándose a la labradora, le arrancó el delantal enrollado, que le había servido de rodana para sostener la cesta en la cabeza, se lo echó al cuello, hizo un nudo y apretó hasta dejarla casi estrangulada. En esta disposición la arrastró hasta un árbol inmediato, y la despojó de todas sus ropas para abusar de ella y satisfacer sus deseos, aunque sin poder lograrlo. Respiraba aún la mujer, y para dejarla completamente rematada, sacó la pequeña navaja de que se había servido el día anterior para matar a D. y le dio con ella una puñalada en el corazón y otra en el vientre, concluyendo por abrirla de abajo arriba en la tercera. Después introdujo sus manos por la abertura del vientre, sacó fuera los intestinos y arrancó a la víctima un riñón, que arrojó próximo a la cesta.
Empezó a llover entonces y ambos se refugiaron y sentaron debajo de un árbol del camino. Preguntó M. a Garayo la causa de encontrarse en aquel sitio y éste respondió que buscaba una yegua que se le había escapado, añadiendo M. que ella no la había visto en su camino desde la carretera. Garayo se decidió a manifestarle sus lúbricos deseos y ella ofendida se negó y se levantó dispuesta a separarse de aquel hombre. Entonces Garayo abalanzándose a la labradora, le arrancó el delantal enrollado, que le había servido de rodana para sostener la cesta en la cabeza, se lo echó al cuello, hizo un nudo y apretó hasta dejarla casi estrangulada. En esta disposición la arrastró hasta un árbol inmediato, y la despojó de todas sus ropas para abusar de ella y satisfacer sus deseos, aunque sin poder lograrlo. Respiraba aún la mujer, y para dejarla completamente rematada, sacó la pequeña navaja de que se había servido el día anterior para matar a D. y le dio con ella una puñalada en el corazón y otra en el vientre, concluyendo por abrirla de abajo arriba en la tercera. Después introdujo sus manos por la abertura del vientre, sacó fuera los intestinos y arrancó a la víctima un riñón, que arrojó próximo a la cesta.
El porqué de este horrible acto lo explicó Garayo cuando más adelante se le interrogó diferentes veces acerca del móvil que le inducía a ejecutar tan sangrientos y repugnantes excesos: “Porque decían que era “El Sacamantecas” el que hacía estas cosas, y para que así lo creyeran y nadie pensara en mí”.
Después del salvaje asesinato se limpió las manos con las ropas de su víctima, cubrió el cadáver con ellas, y sin que tan tremenda y espantosa acción le quitase el apetito, abrió la cesta, se comió el panecillo y un poco del escabeche.
Consumada la carnicería, volvió a su guarida, refugiándose en el puente seco, donde había dormido la noche anterior.
En la mañana del día nueve, muy temprano, se lavó en la orilla del río Zadorra, arrojó desde el puente la navaja al gua y entró en Vitoria no deteniéndose en su casa más que el tiempo necesario para descansar y mudarse de ropa, y sin hablar apenas con su mujer, volvió a salir de la ciudad, dirigiéndose a la villa de Alegría.
En este día tuvo noticia el Juzgado de primera instancia de Vitoria de la aparición del cadáver de la infeliz D. en el sitio denominado Carboneras de Ordumbre, inmediato a cuesta de Yurdin, término de Záitegui, y mientras se instruían en aquel sitio las primeras diligencias y averiguaciones, se denunció la existencia de otro cadáver, el de la desgraciada M, que apareció en Araca y a cuyo levantamiento acudió el Juez municipal de Vitoria, ya que el del partido se hallaba ocupado en la información anterior.
La preocupación fue colosal. Todo perdió su interés ante estos sucesos e inmediatamente se recordaron los crímenes de idéntica índole cometidos desde 1870, y con gran impotencia se comprobó que el anciano criminal acusado de aquellos crímenes, y que se encontraba preso en Vitoria, no era ni mucho menos El Sacamantecas. Este apodo bullía en todos los labios, imponía a todos, y bien pronto corrió y se afamó en las provincias inmediatas, en España entera y se transmitió en alas de la prensa al resto del mundo.
Mientras tanto Garayo llegó a la villa de Alegría y se ajustó a servir por toda la época de la sementera en casa de un labrador.
Mientras hacía el trato con éste, una niña de corta edad, hija de la casa, miraba con atención al nuevo criado, y cuando Garayo salió de la habitación, dirigiéndose la niña a su padre exclamó sobrecogida:
“¡Ay padre!, que criado más feo ha tomado usted… ¡Si parece el Sacamantecas!”
El cabo comandante del puesto de la guardia civil de Murguía, al hacer las primeras indagaciones para el descubrimiento del autor de la muerte de D., oyó la declaración del joven conductor de la correspondencia, y de los detalles dados por éste y por los aldeanos, que respectivamente le vieron después en el monte y en la venta del Grillo, recordando el aguacil del ayuntamiento de Vitoria que dichos detalles convenían con los que referían a Juan Garayo, y que éste había sido apresado y castigado en aquel mismo año por el atentado que intento cometer en la persona de la molinera, dedujo que tal vez podría haber una cierta relación entre este suceso y los últimos crímenes, y que también fuese Garayo mismo el sospechoso personaje de Yardin y de Araca. Sabía además, por habérselo oído a la interesada, que Garayo era el autor del conato de violencia cometido en la mendiga anciana en el camino de Gomeche, y con estos datos, hizo al señor Juez de primera instancia una relación razonada de sus sospechas.
Ordenó en consecuencia que se buscase a Garayo y se le condujera a la cárcel. Acudieron a la casa de Garayo, en la que solo encontraron a su mujer, respondiendo ésta al saber el motivo que allí los llevaba, que ignoraba el paradero de su marido, porque a consecuencia de haber herido a una mujer, salió de Vitoria, mientras se arreglaba el modo de que la mujer callara, mediante una indemnización para evitar el verse preso como antes; que no sabía qué habría sido de él después, y que ella misma se lamentaba siempre de que su marido se metiera en cuestiones con nadie, sin explicarse por qué había herido a aquella mujer.
El aguacil se aseguró más en sus sospechas y continuó indagando sin cesar el paradero de Garayo. Este continuaba en Alegría, y tal vez creyendo que el clamoreo de los crímenes había cesado, que se habrían olvidado y que la justicia sería impotente, como tantas otras veces para descubrirle, se decidió a volver a Vitoria, a mudarse la ropa, haciéndolo en efecto el día 21 de Septiembre, trece después de haber cometido sus últimos crímenes.
Muy tranquilo caminaba por una de las calles más céntricas y concurridas de la ciudad, cuando llegó también a ella el Sr. Pinedo, el aguacil, quien conociéndole inmediatamente, se lanzó a él y lo detuvo en medio de la estupefacción y curiosidad general del público, que oyó entonces de boca del alguacil, que aquel hombre, Zurrumbón, era “El Sacamantecas”.
Se le condujo a la cárcel de orden del señor Juez, quien con toda la habilidad que el caso requería empezó a instruir el proceso y a interrogar u explorar al presunto reo. Evitó Garayo con gran perspicacia toda respuesta que pudiera comprometerle, a pesar de cuantas pruebas se le ofrecieron, e insistió constantemente en sus negativas y en su bien estudiado papel. El señor Juez se convenció bien pronto de que Garayo era en efecto un gran criminal, pero las aferradas negaciones de éste imposibilitaban en gran parte el esclarecimiento de la verdad y la marcha del proceso.
Por espacio de diez o doce días Garayo insistió en sus absolutas negativas, y solo cuando el señor alcaide le llegó a hablar con decisión del bien de su alma, comenzó a declarar sus espantosos hechos, relatando minuciosamente uno por uno todos los que había cometido y como había torturado y violado a sus pobres víctimas.
Diez médicos forenses, estuvieron de acuerdo en que en Garayo no había el más mínimo ápice de locura, sino que por el contrario era un hombre capaz de decidir y de actuar con total libertad.
El 11 de Noviembre de ese mismo año, fueron leídas y publicadas las sentencias en las cuales se condenaba a Juan Díaz de Garayo (Zurrambón), a la pena de muerte en garrote, y a las indemnizaciones y pagos consiguientes.
El Sacamantecas se mostró en este terrible acto tan sereno, tan entero y tan extraordinario como cuando cometía sus infames hechos. Oyó impasible la sentencia de muerte y dijo a los escribanos que no sabiendo escribir no podría firmarlas, y que lo hicieran a su ruego los señores procuradores, como así lo hicieron.
Al retirarse estos señores y al cerrar la puerta de la celda el llavero, llamó a éste y le manifestó que deseaba pedirle un favor; que siendo día de mercado y teniendo de seguro preparada comidas en las casas de la inmediata Plaza del Mercado para los que acuden a comprar y vender, le agradecería muchísimo que mandaran traer para él un buen plato de carne en guisado. El llavero, asombrado de aquella inesperada pretensión, en tan terribles momentos, y recordando que a las once de la mañana había tomado Garayo su rancho diario, y que comió con extraordinario apetito, dio cuenta al alcaide de tan especial empeño, sorprendiéndose éste también de que en tan críticas circunstancias capaces de abatir al hombre más insensible, diese Garayo tales pruebas de despreocupación, y mandó en efecto traer un plato de carne guisada, que el reo comió con ansia y complacencia, consumiéndolo completamente.
(Garrote Vil en que murió Garayo)
Garayo de ordinario, comía y dormía perfectamente durante el proceso, antes y después de la sentencia, y fue siempre su trato comedido y respetuoso para los empleados y para cuantos le visitaron.
Garayo de ordinario, comía y dormía perfectamente durante el proceso, antes y después de la sentencia, y fue siempre su trato comedido y respetuoso para los empleados y para cuantos le visitaron.
Los detalles del proceso y las confesiones particulares de Garayo, demostraron que en medio de tan tristísimo estado de alarma, trabajaba como de costumbre en Vitoria, y que comía, bebía y dormía bien, sin preocupación alguna y sin que nadie se fijara en él para nada.
El día 11 de Mayo de 1881, llegó desde Burgos a Vitoria el verdugo más famoso de la época, Gregorio Mayoral. En el Polvorín viejo de Vitoria, se cubrió la cabeza de Garayo con un capuchón negro, y fue sentado en el garrote vil. El verdugo comenzó a girar el torno hasta romper las vértebras cervicales del Sacamantecas y murió asfixiado.
Su cadáver se expuso públicamente para que fuera visto por todos aquellos vecinos que deseaban verlo muerto, y fue enterrado en una fosa común del cementerio de Santa Isabel en Vitoria....
Fuentes de datos:
*“El Sacamantecas” Ricardo Becerro Bengoa – Revista de España nº 136 – Septiembre de 1891 – Hemeroteca Digital.
*Diario “La Dinastía”- 10-8-1895 – Barcelona.
Imágenes:
*Internet
Pocos crímenes han adquirido en el tiempo una resonancia tan grande como los realizados por Juan Díaz de Garayo Ruiz de Argandoña, “El Sacamantecas”.
En un tiempo en que la leyenda popular estaba casi olvidada, relativa a los misteriosos criminales de ese nombre tuvo por desgracia una realización especial, aunque no exacta, en aquellos días, y los espantosos sucesos ocurrieron precisamente en un país modelo siempre de buenas costumbres, en una comarca que nunca albergó ni produjo malhechores numerosos ni grandes criminales, en una ciudad que veía pasar los años sin que verdugo alguno viniera a visitarla.
Un hombre oscuro, no viciado por malos ejemplos, exageradas ideas, ni por otros géneros de causas a que comunmente se achaca la perversión popular, manchó con sus infames actos la respetada historia social del pueblo, no sin que de parte de todo su vecindario se elevara la más enérgica y legítima furiosa protesta contras los inauditos y salvajes atentados que aquél cometiera misteriosamente y con inexplicable insistencia
Excitada como es natural la curiosidad pública, no solo de España sino del extranjero, bosquejó rápidamente
en las páginas de los diarios, para satisfacerla, la historia de los crímenes del Sacamantecas, ateniéndose estrictamente a los datos más fehacientes y verídicos que se recogieron durante su procesamiento, todos los cuales fueron rigurosamente comprobados.
Los primeros crímenes
El día 2 de abril de 1870, a la caída de la tarde, salieron de la ciudad de Vitoria por el Portal del Rey, dirigiéndose hacia los términos del Polvorín por la carretera de Navarra adelante, un hombre de pobre aspecto como de unos cincuenta años de edad y una mujer joven aún, baja de estatura, gruesa y regularmente vestida. Era él un labrador apellidado Garayo y ella una infeliz extraviada llamada M., muy conocida en la ciudad entre la gente de cierto género de vida. Habían convenido ambos salir a estar juntos un raro en las afueras, siguiendo el curso arriba del arroyo Recachiqui. Al hallarse a bastante distancia de la carretera, se sentaron en una hondonada y Garayo sacó tres reales del bolsillo para comprar los servicios de la mujer. Ella comenzó a increparle pues la cantidad le parecía poca, lo cual dio origen a una disputa.
Se intercambiaron duras palabras y entonces Garayo, arrojándose sobre ella, la derribó en tierra, la sujetó fuertemente, impidiéndole que gritara, le oprimió la garganta con las manos hasta dejarla medio estrangulada, y para acabar de matarla le sumergió la cabeza en un pequeño remanso de agua, que hacía el arroyo, sujetándola con las manos y sosteniéndola en tal posición con una rodilla sobre las espaldas, hasta que observó que había muerto. A continuación la desnudó de todas sus ropas, la extendió boca arriba sobre el arroyo, la contempló algún tiempo y, arrojando después los vestidos sobre ella, huyó hacia la ciudad cuando ya se había hecho de noche por completo.
Se intercambiaron duras palabras y entonces Garayo, arrojándose sobre ella, la derribó en tierra, la sujetó fuertemente, impidiéndole que gritara, le oprimió la garganta con las manos hasta dejarla medio estrangulada, y para acabar de matarla le sumergió la cabeza en un pequeño remanso de agua, que hacía el arroyo, sujetándola con las manos y sosteniéndola en tal posición con una rodilla sobre las espaldas, hasta que observó que había muerto. A continuación la desnudó de todas sus ropas, la extendió boca arriba sobre el arroyo, la contempló algún tiempo y, arrojando después los vestidos sobre ella, huyó hacia la ciudad cuando ya se había hecho de noche por completo.
El cadáver fue descubierto a la mañana siguiente por el criado de una casa de Vitoria que caminaba por las orillas del Recachiqui recogiendo plantas medicinales e inmediatamente regresó a Vitoria para dar parte a las autoridades, que procedió a las oportunas diligencias e identificó a la víctima, cuyo marido cumplía entonces una condena en presidio, y aunque se tenía la seguridad de que había sido víctima de un crimen, nada pudo descubrirse y la causa fue archivada.
Garayo guardó siempre un absoluto sigilo, continuó trabajando en sus habituales ocupaciones y, como ningún antecedente sospechoso había contra él, procuró aparecer tan impasible como los demás al oír las noticias de aquél descubrimiento.
No había transcurrido un año, cuando el 12 de Marzo de 1871, y también a la misma hora de la tarde, poco antes del anochecer, Garayo conversaba en una de las aceras del Portal del Rey con otra mujer, de alguna más edad que la anterior llamada A.S., pobremente vestida, que era viuda sin hijos, y que vivía ganando algunos humildes jornales una veces, e implorando la caridad pública otras. A A.S. Garayo le propuso que saliera con él a dar un paseo por el campo y ella le manifestó que no había comido en todo el día, entonces él le entregó un real para que comiera algo y le indicó que la esperaría en la carretera de Navarra y que no tardase.
La mujer fue a una taberna, tomó un pedazo de pan y un vaso de vino y se reunió de nuevo con Garayo. Juntos caminaron por la carretera hasta el amino del Polvorín viejo, por el cual se encaminaron hasta llegar al de Arana, tomando por detrás de la casa del carbonero y campo inmediato, hasta el término llamado Labizcarra. Ambos se sentaron y después de un tiempo Garayo entregó a la mujer una cantidad de dinero inferior a la que habían acordado por prestarle sus servicios, lo cual dio lugar a una fuerte discusión en la que terminó él por abalanzarse sobre la mujer, derribarla y estrangularla oprimiendo su cuello con las manos. Cuando se hubo cerciorado de que estaba muerta, se dirigió ya de noche a la ciudad, entró en su casa y se acostó.
La mujer fue a una taberna, tomó un pedazo de pan y un vaso de vino y se reunió de nuevo con Garayo. Juntos caminaron por la carretera hasta el amino del Polvorín viejo, por el cual se encaminaron hasta llegar al de Arana, tomando por detrás de la casa del carbonero y campo inmediato, hasta el término llamado Labizcarra. Ambos se sentaron y después de un tiempo Garayo entregó a la mujer una cantidad de dinero inferior a la que habían acordado por prestarle sus servicios, lo cual dio lugar a una fuerte discusión en la que terminó él por abalanzarse sobre la mujer, derribarla y estrangularla oprimiendo su cuello con las manos. Cuando se hubo cerciorado de que estaba muerta, se dirigió ya de noche a la ciudad, entró en su casa y se acostó.
El cadáver de la infeliz fue hallado el día 13, tendido boca arriba, con la cara hinchada, herida y ensangrentada y con una extensa equimosis en el cuello. Nada pudo averiguar la autoridad judicial acerca de aquel crimen, quedando su autor tan tranquilo como después de haber cometido el primero. Desgraciadamente, nadie los había presenciado ni sospechado; único autor y testigo de ellos, hallaba su impunidad en el mismo sacrificio de sus víctimas y en la vulgar modestia y oscuridad de su vida y de su nombre, durante largos y largos periodos. Por la ausencia de todo rastro que pudieran comprometerle, ningún temor llegó a abrigar de que se conocieran sus feroces atentados.
Esta impunidad debió alentar a su menguado espíritu a proseguir adelante en tan horrible conducto, pero no sin dejar que transcurriera largo tiempo, para que tales crímenes se hubieran casi olvidado. Aguijoneado por la perversidad debió salir algunas veces fuera de Vitoria a buscar nuevas víctimas, y en una de ellas, el día 21 de
Agosto de 1872, poco después de las doce de la mañana, se dirigía por la carretera de Ochandiano hacia el pueblo de Gamarra mayor. Los labradores que trabajaban en aquellos campos se habían retirado a comer; no se veía a nadie en todo el contorno, y solo distinguió Garayo que desde Gamarra hasta Vitoria avanzaba, en dirección contraria a la suya una robusta y agraciada joven, casi una niña, que según se vería después no contaba más que 13 años de edad. Verla y sentir el criminal encendidos sus infames deseos fue obra de un momento. Al pasar a su lado, sin decirle palabra, le echó la mano izquierda al cuello, la rodeó del talle con el brazo derecho, la arrastró fuera de la carretera, a una de las acequias inmediatas y allí, para impedir que sus gritos llamaran la atención, la oprimió con fuerza el cuello hasta dejarla casi asfixiada, tendida en el suelo.
La infeliz A. era una criada de Gamarra que había sido enviada por su amo a hacer unos encargos a Vitoria, distante de he dicho pueblecito unos cuatro kilómetros. Y allí, en pleno día cuando caminaba entretenida a pocos pasos de la casa de sus amos, cayó en manos peligrosas y ansiosas de muerte.
No debió poder la infeliz darse cuenta siquiera de lo que le ocurría; Garayo la trató de ahogar entre sus mortíferos puños y la hizo perder el sentido. En tal estado y en lucha con los tormentos de agonía fue violada, ocupándose después el asesino en concluirla de ahogar, y en arrastrarla por fin hasta lo más escondido de la acequia para ocultar su crimen por el mayor tiempo posible. Después, Garayo se mantuvo escondido en el campo, y sobre las dos de la tarde, antes de que los labradores volvieran a sus faenas, se desplazó a lo largo de las acequias evitando todo encuentro, y volvió a dirigirse a la ciudad.
La ausencia prolongada de la víctima llamó la atención de sus amos que no se explicaban por qué habría podido quedarse tal vez en Vitoria, y cuando al día siguiente se disponían a hacer sus averiguaciones sobre su paradero, supieron que unos pastores habían descubierto un cadáver en aquellas inmediaciones, que resultó ser el de la joven sirvienta. Se supo que había sido estrangulada; su cara lívida y abultada, y la extensa equimosis del cuello lo demostraban claramente.
En su cuerpo, en sus ropas, y en los alrededores del sitio donde fue hallado, se verían señales de que el asesino la arrastró inhumanamente antes o después de matarla. El atentado de que fue víctima quedó también demostrado en el examen forense.
El suceso creó una considerable indignación en Vitoria y en todas las aldeas inmediatas, sobrecogiendo a la población el hecho de que este tipo de crímenes se estuviera repitiendo en pocos años, llegándose a creer de que existían uno o varios criminales misteriosos, hábiles y perversos.
Empezó entonces a cundir el terror por la comarca, procurándose de que las mujeres se alejaran de los pueblos sin ir bien acompañadas.
Las autoridades trabajaban con especial ahínco junto con el cuerpo de policía tratando de descubrir al autor o autores de los sucesos, sin que se obtuviera resultado alguno. Se encontraban en un callejón sin salida cuando otro nuevo crimen, de idéntico aspecto, vino a completar el cuadro ocho días después de cometido el anterior.
Garayo había salido de su casa el 29 de agosto del mismo año, y a los pocos pasos se encontró con MC, de veintitrés años, de la cual se tenían noticias de su mala conducta y costumbres. Se detuvo con ella, le manifestó sus deseos sexuales y con vino con ella en encontrarse en el cruce de caminos de la Zumaquera, donde se reunieron, avanzando por él hasta un puente sobre un riachuelo, que atraviesa dicho camino. Se sentaron a su orilla y volvió a repetirse la misma escena: Garayo sacó dos reales del bolsillo ofreciéndoselos a la mujer, que se negó a recibirlos objetando que era poco dinero. Garayo le llegó a ofrecer hasta cuatro y ella seguía oponiéndose y acusándolo de tacaño. Se abalanzó entonces sobre ella echándole las manos al cuello y oprimiendo hasta dejarla casi estrangulada.
Cuando la creyó muerta se detuvo a contemplarla un momento y la infeliz, en su agonía, realizó un movimiento que excitó más aún al asesino. Volvió a lanzarse sobre ella, le sacó una horquilla del cabello y buscando la región del corazón la introdujo en su carne hasta dejarla clavada por completo en el cadáver. Después la arrastró hasta el mismo borde del agua, y como ya había anochecido, se dirigió tranquilamente a su casa, cenó, se acostó y reposó con sosegado sueño hasta el día siguiente en que, como de costumbre, volvió a sus ocupaciones ordinarias.
El cadáver fue descubierto al día siguiente, y como en los casos anteriores, las tareas de investigaciones que se hicieron para encontrar al asesino resultaron infructuosas, sobreseyéndose nuevamente la causa.
En determinado momento de la investigación recayeron hipotéticas sospechas sobre un soldado del regimiento que se encontraba entonces de guarnición en Vitoria. Se le formó el consiguiente proceso hasta que, demostrada su inocencia, fue puesto en libertad.
La alarma creció de un modo enorme, por lo que la justicia multiplicó sus trabajos de investigación sin descanso. El cuerpo de orden público removió cuantos antecedentes tenía acerca de las gentes sospechosas de la ciudad y los pueblos colindantes, y se forjó, por necesidad en el ánimo de la gente, la personificación del terrible y misterioso personaje que había venido a sembrar el luto y la consternación en las familias.
Se especulaba sobre el lugar de donde habían venido el asesino o los asesinos, sobre cómo vivían, en donde se ocultaban para acechar a sus víctimas, y sobre todo, quién o quienes podían ser, en una ciudad pequeña en donde se conocía a todo el mundo y en donde hasta el momento, jamás había llegado persona alguna que fuera desconocida.
Nada se llegó a saber. El misterio daba a tan sangrientos sucesos mayor carácter de espanto; las inmediaciones de la ciudad y de las aldeas se despoblaban en cuanto avanzaba la tarde, y ni en éstas se abría a nadie la puerta sin tomar las pertinentes precauciones, ni las mujeres se aventuraban a recorrer solas ciertas calles y parajes poco concurridos, en cuanto la luz del sol desaparecía.
Se puso en boca de todos, el nombre de “El Sacamantecas”, nombre dado en la época a personas que supuestamente se dedicaban matar y a sacar las grasas de las víctimas a las que mataban, y comerciaban luego con ella, pues existía el rumor de que se podía curaba la tan extendida tuberculosis.
Garayo mientras tanto, cegado y decidido más y más cada día en su horrible y sangrienta idea, pero cauteloso siempre, dejó transcurrir un año desde el primer crimen de la Zumaquera, y una tarde del mes de agosto de 1873 condujo también a las inmediaciones del Polvorín, cerca de Recachiqui a una joven de mala vida, con la que pasó algún rato. Volvió a repetirse la escena de siempre: Garayo la entregaba poco dinero y en la lucha entablada, pudo la mujer gritar mientras él la agarraba del cuello y dar lugar a que a los gritos acudieran algunos soldados de la guardia del Polvorín, ante cuya presencia el criminal emprendió la fuga.
En Junio de 1874 Garayo, que caminaba solitario por el camino de la Zumaquera, dio con una mujer anciana y enferma, que vivía implorando la caridad, Al aproximarse a ella, y sin decir una palabra, le echó las manos al cuello, intentando derribarla, pero resistente la mujer, empezó a defenderse y dar voces, cuando a la sazón aparecieron otras dos mujeres que venían por un camino inmediato.
Huyó entonces Garayo, y la pobre anciana, que quedó quejándose sentada en el borde del camino, dijo a las que se aproximaban:
“¡En buena hora han pasado ustedes por aquí, porque si no ese demonio de Garayo, que debe estar borracho, me hubiese matado sin haberle dado motivo para ello!”
De estos conatos tuvo conocimiento la justicia.
Pasaron cuatro años de letargo en los instintos homicidas de Garayo, (de 1874 a 1878), para volver a despertar de nuevo con mayor violencia aún si cabe...
(Continuará)
(Continuará)
Fuentes de datos:
*“El Sacamantecas” Ricardo Becerro Bengoa – Revista de España nº 136 – Septiembre de 1891 – Hemeroteca Digital.
*Diario “La Dinastía”- 10-8-1895 – Barcelona.
Imágenes:
*Internet
Albert Fish nace el 19 de mayo de 1870 en Washington. Su padre, Randall Fish, era 43 años mayor que su madre. El recién nacido era el más pequeño de los tres hijos del matrimonio, y fue bautizado con el nombre de Hamilton Fish, nombre que él mismo cambiaría posteriormente, tras la muerte de uno de sus hermanos, por el de Albert como primer nombre.
Contaba 5 años de edad cuando su padre murió de un ataque al corazón y el pequeño fue internado por su madre en un orfanato, donde era golpeado frecuentemente.
Poco a poco se fue dando cuenta de que estas palizas provocaban en él erecciones, lo cual influyó de manera importante en su tendencia sadomasoquista.
Dos años más tarde, cuando Albert contaba siete, su madre consiguió un trabajo y lo sacó del orfanato para llevarlo nuevamente a vivir con ella.
Con nueve años se cayó de un cerezo mientras jugaba en sus ramas y resultó herido gravemente en la cabeza. Este hecho desencadenó posteriormente en enormes dolores de cabeza y problemas mentales cuando ya tenía más edad.
Albertn Fish
Su primera relación sexual la tuvo a los doce años de edad con un chico que trabajaba en telégrafos, animándole a Albert a beber orina y practicar la coprofagia. Esto provocaba en el chico una gran excitación, por lo que comenzaron a visitar los baños públicos donde podían ver a otros niños desnudarse. Allí pasaba gran parte de los fines de semana.
Corría el año 1898 cuando su madre lo comprometió con una niña de nueve años. Se casaron y tuvieron seis hijos: Alberto, Ana, Gertrudis, Eugenio, Juan y Henry.
En la década de 1920 se trasladó a Nueva York. Allí comenzó a tener relaciones sexuales, homosexuales y sadomasoquistas. También allí comenzó a violar niños y participar en actividades extrañas relacionadas con estas prácticas.
Trabajaba como pintor y no cesaba de acosar a niños pequeños, la mayoría menores de seis años.
En cierta ocasión, visitó, junto a uno de sus amantes masculinos, un museo de cera. Allí Albert quedó totalmente fascinado al ver la bisectriz de un pene. Tanto le impactó que comenzó a desarrollar un morboso interés por la castración, con tanta intensidad, que en una ocasión en que realizaba relaciones sexuales con un joven retrasado mental, trató de castrarlo. El joven, asustado, consiguió huir.
A partir de ahí Albert comenzó a visitar burdeles en donde se practicaban las relaciones sadomasoquistas y podía ser golpeado y azotado.
En 1903 fue arrestado por malversación de fondos y condenado a Sing Sing Corretional Facility. Allí las relaciones sexuales con otros prisioneros llegaron a ser bastante numerosas.
Fue en enero del año 1917 cuando lo abandonó su esposa por Un tal John Straube, y este rechazo afectó la ya deteriorada mente de Albert. De repente comenzó a escuchar voces, y en cierta ocasión, fue encontrado envuelto en una alfombra y alegó que estaba siguiendo las instrucciones del apóstol Juan.
Durante este tiempo la necesidad de sadomasoquismo era abrumadora, tanto así que empapaba bolas de algodón en alcohol y las introducía en su propio ano, se golpeaba con un remo y clavaba agujas en su cuerpo, sobre todo entre el recto y el escroto.
(Agujas que tenía Fish en su pelvs, descubierta tras una radiografía hecha después de su muerte)
Muchas de estas agujas estaban clavadas tan profundamente que luego les fue imposible retirarlas. Años más tardes, las radiografías revelaron que mantenía clavada veintinueve agujas en su región pélvica.
Se infligía castigos masoquistas frotando por su cuerpo desnudo rosas con espinas, hundiéndose agujas de marinero en la pelvis y en los órganos genitales. Una vez fue es sorprendido en su habitación completamente desnudo, masturbándose con una mano y con la otra golpeándose la espalda con un palo del que sobresalían unos clavos, gritando de dolor a cada golpe que se daba mientras la sangre se desliza por sus nalgas.
Contaba cincuenta y cinco años de edad cuando las alucinaciones comenzaron a hacerse más intensas y los delirios se apoderaron de él. Aunque los médicos diagnosticaron que sufría de una psicosis religiosa, su obsesión hizo que en 1910 comenzara su cadena de homicidios comenzando a atacar a varios niños. En 1919 apuñaló a uno de ellos que padecía un retraso mental en Georgenton, Washington. Sus víctimas favoritas eran los niños con enfermedades mentales o negros, pues pensaba que su desaparición nunca sería buscada.
Volvió en 1920 a Estados Unidos para trabajar pintando casas, un trabajo que le daba la oportunidad perfecta para cometer sus atrocidades. Leía todos los días la Biblia y estaba convencido de que era la voz de Dios la que le ordenaba matar.
Un día de Julio de 1914, se tropieza con una niña de ocho años, Beatriz Kiel, jugando en la granja de sus padres. La niña estaba sola y él le ofreció dinero si lo ayudaba a encontrar rui barbos en los campos vecinos. Sin embargo, su madre llegó en ese momento y se llevó a la niña.
El regresó a la granja con la intención de dormir allí, pero los padres de la pequeña lo expulsaron.
La Familia Budd
El 25 de mayo de 1928, Edward Budd, con domicilio en Manhattan, colocó un anuncio clasificado en la edición dominical del diario New York World que decía: "Hombre joven, 18 años, desea posicionarse en el país. Edward Budd, 406 West 15th Street". El 28 de mayo de 1928 Fish, entonces con 58 años de edad, visitó a la familia Budd en bajo pretexto de contratar a Edward. Se presentó a sí mismo como Frank Howard, un granjero de Farmingdale, Nueva York. Al llegar, Fish conoció a la joven hermana de Budd: Grace, que contaba con 10 años de edad. Fish prometió contratar a Budd y le dijo que enviaría por él al cabo de algunos días. En su segunda visita accedió a contratar a Budd, convenciendo a éste y a su esposa Delia Flanagan , a dejar que Grace le acompañase a una fiesta de cumpleaños aquella tarde en la casa de su hermana. Fish se alejó de ahí aquel día, con Grace, para no volver jamás.
Grace Budd
La policía arrestó a Charles Edward Pope el 5 de septiembre de 1930 como sospechoso del rapto, cuando no se le ocurrió nada mejor que mandarle una carta a su madre explicándole con todo detalle como la había asesinado.
(La detención de Fish)
Pope tenía 66 años de edad cuando fue detenido, acusado por su esposa. Charles pasó 108 días en prisión entre su arresto y juicio verificado el 22 de diciembre de 1930.
(El detective William King junto a su detenido)
(La noticia en los periódicos de la época)
“Estimada Señora Budd. En 1894 un amigo mío fue enviado como asistente de plataforma en el barco de vapor Tacoma, el Capitán John Davis. Viajaron de San Francisco a Hong Kong, China. Al llegar ahí el y otros dos fueron a tierra y se embriagaron. Cuando regresaron el barco se había marchado. En aquel tiempo había hambruna en China. La carne de cualquier tipo costaba de 1-3 dólares por libra. Así tan grande era el sufrimiento entre lo más pobres que todos los niños menores de 12 años eran vendidos como alimentos en orden de mantener a los demás libres de morir de hambre. Un chico o chica menores de catorce años no estaban seguros en las calles. Usted podía entrar a cualquier tienda y pedir corte en filete o carne de estofado. La parte del cuerpo desnudo de un chico o chica sería sacada y lo que usted quisiera sería cortado de él. El trasero de un chico o chica la cual es la parte más dulce del cuerpo y era vendida como chuleta de ternera a un precio muy alto. John permaneció ahí durante mucho tiempo adquiriendo gusto por la carne humana. A su regreso a N.Y. robó a dos chicos uno de 7 y uno de 11 años de edad. Los llevó a su casa los despojó y desnudó y los ató a un armario. Entonces quemó todo lo que ellos portaban. Varias veces cada día y cada noche los azotó –los torturó- para hacer su carne buena y tierna. Primero mató al chico de 11 años de edad porque tenía el trasero más gordo y por supuesto una mayor cantidad de carne en él. Cada parte de su cuerpo fue cocinado y comido excepto la cabeza, huesos e intestinos. Fue asado en el horno (todo su trasero), hervido, asado, frito y estofado. El chico pequeño fue el siguiente, fue de la misma manera. En aquel tiempo, yo vivía en la calle 409 E 100 cercana a la derecha. El me decía frecuentemente cuan buena era la carne humana, que decidí probarla.
El domingo 3 de junio de 1928, yo le visité en el 406 W 15 de St. Brought. Usted puso queso y fresas. Almorzamos, Grace se sentó en mi regazo y me besó. Decidí comerla. Le pedí permiso para llevármela con el pretexto de llevarla a una fiesta. Usted dijo que sí, que ella podría ir. La llevé a una casa vacía en Westchester que yo ya había escogido. Cuando llegamos, le dije que se quedara afuera. Ella recogió flores, subí y me quite mis ropas. Yo sabía que no debía tener sangre en ellas. Cuando todo estuvo listo, me asomé a la ventana y la llamé. Entonces me oculté en un armario hasta que ella estuvo en la habitación. Cuando ella me vio completamente desnudo comenzó a llorar y a tratar de correr escaleras abajo. La atrapé y me dijo que se lo diría a su mamá. La desnudé. Pateó y me rasguñó. La estrangulé y entonces la corté en pequeños pedazos para poder llevarme la carne a mis habitaciones. La cociné y comí. Cuan dulce y tierno fue su trasero asado en el horno. Me llevó nueve días comer su cuerpo entero. No la violé como hubiera deseado. Murió virgen.”
Ya en la cárcel, la madre de otro de los niños desaparecidos, del que se sospechaba que Fish podía haber tenido algo que ver, fue visitarle y esto es lo que le confesó:
“Lo llevé a los vertederos de Riker Avenue. Ahí hay una casa que permanece sola, no lejos de donde lo tomé, llevé al chico ahí. Lo despojé, desnudé y até sus manos y pies, lo amordacé con un harapo sucio que recogí en el vertedero. Entonces quemé sus ropas. Arrojé sus zapatos al vertedero. Regresé y tomé el tranvía de la 59 Street a las 2 a.m. y caminé de ahí a casa.
Al siguiente día cerca de las 2 p.m., llevé herramientas, un muy buen azote. Casero. Con mango corto. Corté uno de mis cinturones a la mitad, corté esas mitades en seis tiras de cerca de 8 pulgadas de largo. Azoté su trasero descubierto hasta que la sangre corrió en sus piernas. Corté las orejas, la nariz, corte la boca de oreja a oreja. Le saqué los ojos. Estaba muerto para entonces. Enterré el cuchillo en su vientre y acerqué mi boca a su cuerpo y bebí su sangre. Recogí cuatro sacos viejos de patatas y reuní una pila de piedras. Entonces lo corté en pedazos. Traje un saco conmigo. Puse su nariz y oreja y unas cuantas rajas del vientre en el saco. Entonces lo corté por el centro del cuerpo. Apenas debajo del ombligo, y después a través de sus piernas aproximadamente 2 pulgadas debajo de su trasero. Puse esto en mi saco con mucho papel, le corté la cabeza, pies, brazos, manos y las piernas debajo de la rodilla. Coloqué todo esto dentro de los sacos pesados con piedras, los até y los arrojé en las fosas de agua fangosa que usted verá a lo largo del camino que va a North Beach. Regresé a casa con mi carne. Conservé el frente de su cuerpo que me gustaba. Su “mono” (pene) y “pee wees” (testículos) y su agradable y gordo trasero, para asar en el horno y comer. Hice un estofado con sus orejas, nariz, pedazos de su cara, y el vientre. Puse cebollas, zanahorias, nabos, apio, sal y pimienta. Estaban buenos. Entonces partí su trasero, corté el pene y testículos y los lavé primero. Puse tiras de tocino en cada nalga y las puse en el horno. Entonces escogí 4 cebollas y cuando la carne había asado cerca de 1/4 de hora, vertí un poco de agua para la salsa de la carne y puse las cebollas. A intervalos frecuentes rocié su trasero con una cuchara de madera. Así la carne sería agradable y jugosa. En cerca de 2 horas, estaba agradable y jugosa, cocinada. Nunca comí algún pavo asado que tuviera la mitad del sabor que este dulce gordo y pequeño trasero. Comí cada bocado de carne en cerca de 4 días. Su pequeño “mono” era dulce como la nuez, pero sus “pee wees” no pude masticarlos. Los arrojé al inodoro.”
El juicio de Albert Fish por el asesinato premeditado de Grace Budd comenzó el lunes 11 de marzo de 1935 en White Plains, New York, con Frederick P. Close como juez y como abogado fiscal de distrito Ellbert F. Gallagher. James Demps fue el abogado defensor de Fish. El juicio duró diez días. Fish alegó locura y clamó el haber escuchado voces de Dios ordenándole matar a los niños. Numerosos psiquiatras testificaron acerca de los fetichismos sexuales de Fish, incluyendo coprofagia, urofilia, pedofilia y masoquismo, pero existía desacuerdo en determinar cuál de ellos signaba la locura de Fish. El jefe experto de la defensa Fredric Wertham, un psiquiatra especializado en desarrollo infantil y que realizaba exámenes en las cortes criminales de Nueva York, afirmó que Fish era un demente.
(En el juicio)
Otro testigo de defensa fue Mary Nicholas, hijastra de Fish, con 17 años de edad. Ella describió cómo Fish la instaba a ella y a sus hermanos a juegos que involucraban masoquismo y abuso sexual infantil.
El jurado lo encontró cuerdo y culpable, y el juez ordenó su ejecución.
(Casa a la que llevaba a sus víctimas)
Después de ser sentenciado Fish confesó el asesinato de Francis X. McDonnell de 8 años de edad, muerto en Staten Island. Francis jugaba en el porche frente de su hogar cerca de Port Richmond, Staten Island, el 15 de julio de 1924. La madre de Francis vio a un "anciano" apretando y aflojando sus puños. Caminó sin decir nada. Después, durante el día, el anciano fue visto nuevamente, pero esta vez observaba a Francis y a sus amigos jugar. El cuerpo de Francis fue encontrado en los bosques cercanos en donde un vecino vio a Francis y al "anciano" dirigirse hacia allí aquella tarde. Había sido estrangulado con su ropa interior.
(La policía busca restos de las víctimas)
Fish llegó en marzo de 1935 y fue ejecutado el 16 de enero de 1936 en la silla eléctrica en la correccional de Sing Sing. Entró a la cámara de ejecución a las 11:06 p. m. y fue declarado muerto tres minutos después. Fue sepultado en el cementerio de Sing Sing. Se tiene registro de que dijo que la electrocución sería "la experiencia suprema de mi vida". Justo antes de que se accionara el interruptor afirmó: "No sé aún por qué estoy aquí" pero aun así la pesadilla se acabó para siempre.
Posibles víctimas:
Albert negó toda participación en otros asesinatos. Sin embargo, se sospecha de otras tres muertes. El detective William King cree que es el vampiro de Brooklyn, un violador y asesino que atacó principalmente a los niños.
1927 - Yetta Abramowitz, de 12 años. Fue estrangulada y golpeada en el techo de un apartamento de cinco pisos. Murió en el hospital poco después de ser encontrada. El asesino escapó.
1932 - O'Connor, Mary Ellen, 16 años. Su cuerpo mutilado fue encontrado en los bosques en Far Rockaway, Queens el 15 de febrero de 1932, cerca de una casa que Fish había pintado.
1932 - Benjamin Collins, de 17 años.
*La Mazmorra de lo grotesco
*Wilipedia
Imágenes:
*Internet