Difícil adivinar lo que pasa por la mente de un asesino. Tendríamos que adentrarnos en su interior para poder comprenderlo...si que es que ésto es posible.

Juan Díaz De Garayo "El Sacamantecas" de Vitoria (I)

Posted by Unknown On martes, 11 de enero de 2011 0 comentarios

Pocos crímenes han adquirido en el tiempo una resonancia tan grande como los realizados por Juan Díaz de Garayo Ruiz de Argandoña, “El Sacamantecas”.
En un tiempo en que la leyenda popular estaba casi olvidada, relativa a los misteriosos criminales de ese nombre tuvo por desgracia una realización especial, aunque no exacta, en aquellos días, y los espantosos sucesos ocurrieron precisamente en un país modelo siempre de buenas costumbres, en una comarca que nunca albergó ni produjo malhechores numerosos ni grandes criminales, en una ciudad que veía pasar los años sin que verdugo alguno viniera a visitarla.
Un hombre oscuro, no viciado por malos ejemplos, exageradas ideas, ni por otros géneros de causas a que comunmente se achaca la perversión popular, manchó con sus infames actos la respetada historia social del pueblo, no sin que de parte de todo su vecindario se elevara la más enérgica y legítima furiosa protesta contras los inauditos y salvajes atentados que aquél cometiera misteriosamente y con inexplicable insistencia
Excitada como es natural la curiosidad pública, no solo de España sino del extranjero, bosquejó rápidamente
en las páginas de los diarios, para satisfacerla, la historia de los crímenes del Sacamantecas, ateniéndose estrictamente a los datos más fehacientes y verídicos que se recogieron durante su procesamiento, todos los cuales fueron rigurosamente comprobados.

Los primeros crímenes 

El día 2 de abril de 1870, a la caída de la tarde, salieron de la ciudad de Vitoria por el Portal del Rey, dirigiéndose hacia los términos del Polvorín por la carretera de Navarra adelante, un hombre de pobre aspecto como de unos cincuenta años de edad y una mujer joven aún, baja de estatura, gruesa y regularmente vestida. Era él un labrador apellidado Garayo y ella una infeliz extraviada llamada M., muy conocida en la ciudad entre la gente de cierto género de vida. Habían convenido ambos salir a estar juntos un raro en las afueras, siguiendo el curso arriba del arroyo Recachiqui. Al hallarse a bastante distancia de la carretera, se sentaron en una hondonada y Garayo sacó tres reales del bolsillo para comprar los servicios de la mujer. Ella comenzó a increparle pues la cantidad le parecía poca, lo cual dio origen a una disputa.
Se intercambiaron duras palabras y entonces Garayo, arrojándose sobre ella, la derribó en tierra, la sujetó fuertemente, impidiéndole que gritara, le oprimió la garganta con las manos hasta dejarla medio estrangulada, y para acabar de matarla le sumergió la cabeza en un pequeño remanso de agua, que hacía el arroyo, sujetándola con las manos y sosteniéndola en tal posición con una rodilla sobre las espaldas, hasta que observó que había muerto. A continuación la desnudó de todas sus ropas, la extendió boca arriba sobre el arroyo, la contempló algún tiempo y, arrojando después los vestidos sobre ella, huyó hacia la ciudad cuando ya se había hecho de noche por completo.

El cadáver fue descubierto a la mañana siguiente por el criado de una casa de Vitoria que caminaba por las orillas del Recachiqui recogiendo plantas medicinales e inmediatamente regresó a Vitoria para dar parte a las autoridades, que procedió a las oportunas diligencias e identificó a la víctima, cuyo marido cumplía entonces una condena en presidio, y aunque se tenía la seguridad de que había sido víctima de un crimen, nada pudo descubrirse y la causa fue archivada.

Garayo guardó siempre un absoluto sigilo, continuó trabajando en sus habituales ocupaciones y, como ningún antecedente sospechoso había contra él, procuró aparecer tan impasible como los demás al oír las noticias de aquél descubrimiento.

No había transcurrido un año, cuando el 12 de Marzo de 1871, y también a la misma hora de la tarde, poco antes del anochecer, Garayo conversaba en una de las aceras del Portal del Rey con otra mujer, de alguna más edad que la anterior llamada A.S., pobremente vestida, que era viuda sin hijos, y que vivía ganando algunos humildes jornales una veces, e implorando la caridad pública otras. A A.S. Garayo le propuso que saliera con él a dar un paseo por el campo y ella le manifestó que no había comido en todo el día, entonces él le entregó un real para que comiera algo y le indicó que la esperaría en la carretera de Navarra y que no tardase.
La mujer fue a una taberna, tomó un pedazo de pan y un vaso de vino y se reunió de nuevo con Garayo. Juntos caminaron por la carretera hasta el amino del Polvorín viejo, por el cual se encaminaron hasta llegar al de Arana, tomando por detrás de la casa del carbonero y campo inmediato, hasta el término llamado Labizcarra. Ambos se sentaron y después de un tiempo Garayo entregó a la mujer una cantidad de dinero inferior a la que habían acordado por prestarle sus servicios, lo cual dio lugar a una fuerte discusión en la que terminó él por abalanzarse sobre la mujer, derribarla y estrangularla oprimiendo su cuello con las manos. Cuando se hubo cerciorado de que estaba muerta, se dirigió ya de noche a la ciudad, entró en su casa y se acostó.

El cadáver de la infeliz fue hallado el día 13, tendido boca arriba, con la cara hinchada, herida y ensangrentada y con una extensa equimosis en el cuello. Nada pudo averiguar la autoridad judicial acerca de aquel crimen, quedando su autor tan tranquilo como después de haber cometido el primero. Desgraciadamente, nadie los había presenciado ni sospechado; único autor y testigo de ellos, hallaba su impunidad en el mismo sacrificio de sus víctimas y en la vulgar modestia y oscuridad de su vida y de su nombre, durante largos y largos periodos. Por la ausencia de todo rastro que pudieran comprometerle, ningún temor llegó a abrigar de que se conocieran sus feroces atentados. 

Esta impunidad debió alentar a su menguado espíritu a proseguir adelante en tan horrible conducto, pero no sin dejar que transcurriera largo tiempo, para que tales crímenes se hubieran casi olvidado. Aguijoneado por la perversidad debió salir algunas veces fuera de Vitoria a buscar nuevas víctimas, y en una de ellas, el día 21 de
Agosto de 1872, poco después de las doce de la mañana, se dirigía por la carretera de Ochandiano hacia el pueblo de Gamarra mayor. Los labradores que trabajaban en aquellos campos se habían retirado a comer; no se veía a nadie en todo el contorno, y solo distinguió Garayo que desde Gamarra hasta Vitoria avanzaba, en dirección contraria a la suya una robusta y agraciada joven, casi una niña, que según se vería después no contaba más que 13 años de edad. Verla y sentir el criminal encendidos sus infames deseos fue obra de un momento. Al pasar a su lado, sin decirle palabra, le echó la mano izquierda al cuello, la rodeó del talle con el brazo derecho, la arrastró fuera de la carretera, a una de las acequias inmediatas y allí, para impedir que sus gritos llamaran la atención, la oprimió con fuerza el cuello hasta dejarla casi asfixiada, tendida en el suelo. 
La infeliz A. era una criada de Gamarra que había sido enviada por su amo a hacer unos encargos a Vitoria, distante de he dicho pueblecito unos cuatro kilómetros. Y allí, en pleno día cuando caminaba entretenida a pocos pasos de la casa de sus amos, cayó en manos peligrosas y ansiosas de muerte.
No debió poder la infeliz darse cuenta siquiera de lo que le ocurría; Garayo la trató de ahogar entre sus mortíferos puños y la hizo perder el sentido. En tal estado y en lucha con los tormentos de agonía fue violada, ocupándose después el asesino en concluirla de ahogar, y en arrastrarla por fin hasta lo más escondido de la acequia para ocultar su crimen por el mayor tiempo posible. Después, Garayo se mantuvo escondido en el campo, y sobre las dos de la tarde, antes de que los labradores volvieran a sus faenas, se desplazó a lo largo de las acequias evitando todo encuentro, y volvió a dirigirse a la ciudad.

La ausencia prolongada de la víctima llamó la atención de sus amos que no se explicaban por qué habría podido quedarse tal vez en Vitoria, y cuando al día siguiente se disponían a hacer sus averiguaciones sobre su paradero, supieron que unos pastores habían descubierto un cadáver en aquellas inmediaciones, que resultó ser el de la joven sirvienta. Se supo que había sido estrangulada; su cara lívida y abultada, y la extensa equimosis del cuello lo demostraban claramente.
En su cuerpo, en sus ropas, y en los alrededores del sitio donde fue hallado, se verían señales de que el asesino la arrastró inhumanamente antes o después de matarla. El atentado de que fue víctima quedó también demostrado en el examen forense.

El suceso creó una considerable indignación en Vitoria y en todas las aldeas inmediatas, sobrecogiendo a la población el hecho de que este tipo de crímenes se estuviera repitiendo en pocos años, llegándose a creer de que existían uno o varios criminales misteriosos, hábiles y perversos. 

Empezó entonces a cundir el terror por la comarca, procurándose de que las mujeres se alejaran de los pueblos sin ir bien acompañadas.
Las autoridades trabajaban con especial ahínco junto con el cuerpo de policía tratando de descubrir al autor o autores de los sucesos, sin que se obtuviera resultado alguno. Se encontraban en un callejón sin salida cuando otro nuevo crimen, de idéntico aspecto, vino a completar el cuadro ocho días después de cometido el anterior.

Garayo había salido de su casa el 29 de agosto del mismo año, y a los pocos pasos se encontró con MC, de veintitrés años, de la cual se tenían noticias de su mala conducta y costumbres. Se detuvo con ella, le manifestó sus deseos sexuales y con vino con ella en encontrarse en el cruce de caminos de la Zumaquera, donde se reunieron, avanzando por él hasta un puente sobre un riachuelo, que atraviesa dicho camino. Se sentaron a su orilla y volvió a repetirse la misma escena: Garayo sacó dos reales del bolsillo ofreciéndoselos a la mujer, que se negó a recibirlos objetando que era poco dinero. Garayo le llegó a ofrecer hasta cuatro y ella seguía oponiéndose y acusándolo de tacaño. Se abalanzó entonces sobre ella echándole las manos al cuello y oprimiendo hasta dejarla casi estrangulada. 
Cuando la creyó muerta se detuvo a contemplarla un momento y la infeliz, en su agonía, realizó un movimiento que excitó más aún al asesino. Volvió a lanzarse sobre ella, le sacó una horquilla del cabello y buscando la región del corazón la introdujo en su carne hasta dejarla clavada por completo en el cadáver. Después la arrastró hasta el mismo borde del agua, y como ya había anochecido, se dirigió tranquilamente a su casa, cenó, se acostó y reposó con sosegado sueño hasta el día siguiente en que, como de costumbre, volvió a sus ocupaciones ordinarias. 
El cadáver fue descubierto al día siguiente, y como en los casos anteriores, las tareas de investigaciones que se hicieron para encontrar al asesino resultaron infructuosas, sobreseyéndose nuevamente la causa.

En determinado momento de la investigación recayeron hipotéticas sospechas sobre un soldado del regimiento que se encontraba entonces de guarnición en Vitoria. Se le formó el consiguiente proceso hasta que, demostrada su inocencia, fue puesto en libertad.

La alarma creció de un modo enorme, por lo que la justicia multiplicó sus trabajos de investigación sin descanso. El cuerpo de orden público removió cuantos antecedentes tenía acerca de las gentes sospechosas de la ciudad y los pueblos colindantes, y se forjó, por necesidad en el ánimo de la gente, la personificación del terrible y misterioso personaje que había venido a sembrar el luto y la consternación en las familias.
Se especulaba sobre el lugar de donde habían venido el asesino o los asesinos, sobre cómo vivían, en donde se ocultaban para acechar a sus víctimas, y sobre todo, quién o quienes podían ser, en una ciudad pequeña en donde se conocía a todo el mundo y en donde hasta el momento, jamás había llegado persona alguna que fuera desconocida.

Nada se llegó a saber. El misterio daba a tan sangrientos sucesos mayor carácter de espanto; las inmediaciones de la ciudad y de las aldeas se despoblaban en cuanto avanzaba la tarde, y ni en éstas se abría a nadie la puerta sin tomar las pertinentes precauciones, ni las mujeres se aventuraban a recorrer solas ciertas calles y parajes poco concurridos, en cuanto la luz del sol desaparecía.

Se puso en boca de todos, el nombre de “El Sacamantecas”, nombre dado en la época a personas que supuestamente se dedicaban matar y a sacar las grasas de las víctimas a las que mataban, y comerciaban luego con ella, pues existía el rumor de que se podía curaba la tan extendida tuberculosis. 

Garayo mientras tanto, cegado y decidido más y más cada día en su horrible y sangrienta idea, pero cauteloso siempre, dejó transcurrir un año desde el primer crimen de la Zumaquera, y una tarde del mes de agosto de 1873 condujo también a las inmediaciones del Polvorín, cerca de Recachiqui a una joven de mala vida, con la que pasó algún rato. Volvió a repetirse la escena de siempre: Garayo la entregaba poco dinero y en la lucha entablada, pudo la mujer gritar mientras él la agarraba del cuello y dar lugar a que a los gritos acudieran algunos soldados de la guardia del Polvorín, ante cuya presencia el criminal emprendió la fuga.

En Junio de 1874 Garayo, que caminaba solitario por el camino de la Zumaquera, dio con una mujer anciana y enferma, que vivía implorando la caridad, Al aproximarse a ella, y sin decir una palabra, le echó las manos al cuello, intentando derribarla, pero resistente la mujer, empezó a defenderse y dar voces, cuando a la sazón aparecieron otras dos mujeres que venían por un camino inmediato.
Huyó entonces Garayo, y la pobre anciana, que quedó quejándose sentada en el borde del camino, dijo a las que se aproximaban:

“¡En buena hora han pasado ustedes por aquí, porque si no ese demonio de Garayo, que debe estar borracho, me hubiese matado sin haberle dado motivo para ello!”

De estos conatos tuvo conocimiento la justicia.

Pasaron cuatro años de letargo en los instintos homicidas de Garayo, (de 1874 a 1878), para volver a despertar de nuevo con mayor violencia aún si cabe...
(Continuará)



Fuentes de datos: 
*“El Sacamantecas” Ricardo Becerro Bengoa – Revista de España nº 136 – Septiembre de 1891 – Hemeroteca Digital.
*Diario  “La Dinastía”- 10-8-1895 – Barcelona.
Imágenes:
*Internet

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